Por Flor Meyer
En la siesta quieta y ardiente de una callecita de tierra cerca del rio hacia un lado, cerca del cemento hacia el otro, en sincronía prolija con todas las energías de este plano finito y del más allá, me imagino a Agustina sentada con su mirada fija, su cuerpo quieto, su voz intacta, tanto que parece ni respirar, hasta que con un leve gesto de su mano derecha rompe el misticismo surrealista de ese momento donde el sol avanza con letargo sobre el medio cielo. Al fondo escucha, escucho, un tordo renegrido gritar.
Estamos en Santo Tomé, donde todo parece tener un ritmo pesado.
Los dibujos de Agus suceden en espacios vacíos, o llenos de blanco, una claridad direccionada que nos guía y señala una convivencia no forzosa, con todas sus dificultades presentes, entre los arquetipos de mujer (vida) y muerte.
Los limites tajantes y nítidos de estas figuras, entre una y otra y el espacio que las acoge, funcionan como dos nombres distintos, dos direcciones, dos rostros opuestos si se quiere, o mejor dicho de estadios de movimientos diferentes: la energía tierra, una energía expansiva de vida, de respiración y de reproducción y la energía apana, la eliminación, entrega, desapego y transformación profunda, la muerte.
Aquí no hay una definición occidental moderna de cielo/tierra, la experiencia binaria de la mente patriarcal queda a un margen mientras que la confluencia de estas entidades arquetípicas conviven revelandose una a otra: ni tan viva, ni tan muerta.
Si la buscamos, la muerte no se ubica en el paraíso celestial, podría bien decirnos Agus, la muerte acompaña en nuestras tareas domésticas, en el plano íntimo de nuestras rutinas interpelándonos a cada paso.
La mujer oficia como recordadora del ciclo de la vida y no olvida nombrar en él a la muerte. Este ciclo ceremonial sucede imagen tras imagen, días tras día, entre plantas y copas de vino, en una silenciosa compañía íntima y hogareña, en nuestra habitación, junto a nuestra cama, en el patio o en el comedor. Unos recuerdos de su infancia que perduran como las sillas de caño, un pingüino embalsamado y Susana Giménez, la misa aburrida y obligatoria de los domingos, lxs tixs abuelxs, esta enorme constelación familiar y una nariz porosa y plastificada difícil de olvidar, una tía Cuqui y otra tía Sara, sus vidas, sus muertes. El culo en el piso frio y algunos suvenires de viajes, el vino toro, las paredes revestidas con machimbre, la textura del óleo, las siempre irrompibles reglas, el ballet por la tele y luego la impregnante sensación de correr volando y ver las rosas rojas chinas enormes y abiertas, sentir el calor y el pasto rozando los pies descalzos de esa cuerpa niña elevándose.
La misma que juega a observar muy de cerca y muy de lejos ese espacio existente entre lo que sucede y lo que se calla, entre la vida y la muerte. Mientras el sol entra caliente por las dos ventanas de su habitación.
Así vemos como la muerte participa como una integrante más de este clan familiar para construir retóricamente la experiencia colectiva de la finitud de la vida y la posibilidad de su elaboración simbólica. La revelación de oscuras pero simples verdades que tras ese juego/pacto social del arte nos permite sublimar mejor los recuerdos de una constelación familiar y que a fin de cuentas nos sirve para reunir y diferenciar: reunir la vida entre tanta vida y diferenciar la muerte, entre tanto secreto.
Finalmente repaso las palabras de un cacique paraguayo que antes de oficiar un círculo ceremonial cuenta como el rojo significa el resplandor de ciertos seres sobrenaturales. Pienso en la imagen de la mujer y la muerte subrayadas en negro, colgando la ropa en el patio, juntas, con el rojo resaltando.
Ese color llama a los frutos de la tuna y a las mieles transparentes de ciertas avispas salvajes, golosinas de vida, poniéndonos en consonancia con la fertilidad de la vida y con su compañera la muerte
Agosto 2020